Desvaríos ligeros y otros más profundos

18 de marzo de 2015

Amiga mía

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No tengo muchos amigos y no me quejo. Cuando comienzas a descubrirte como un individuo en una sociedad notas que, además del rol que cada uno de nosotros cumple, las personas somos más que seres utilitarios (aunque suene horrible), y que nuestras vidas emocionales no son cosa de juego.

Amigas... ellas merecen un apartado. He oído de todo sobre las mujeres que tienen más amigos hombres que de su mismo sexo, así como también he sabido de dichos solamente atribuibles a personalidades anónimas de Internet que pregonan que si no tienes una amiga 'puta', probablemente tú lo seas, entre otras imbecilidades. Por una parte, si tuviera una amiga de vida disipada no la llamaría puta porque una amistad requiere cariño y mi cariño no etiqueta, ni rebaja; por otra parte, esto es lo complejo de tener una amiga: la delgada línea entre el amor y el odio, esa que destruye vínculos en cuanto se cruza.

Cuando pienso en mi primera amiga, el primer nombre que viene a mi mente es el de Nora, una vecina mía que hace mucho se mudó. Su madre se llama Rebeca, recuerdo esto porque mi compañera no hablaba claro y la llamaba 'Babeca'. El papá de Nora era profesor en ese entonces, pero los fines de semana ganaba algunos soles adicionales como zapatero en un mercado local. 

Lo que más me gustaba de su amistad era su nobleza. Aunque parezca típico, no todos los niños de 4 años son así. Los hay perversos, odiosos y engreídos. Nora no era nada de eso. Me prestaba sus muñecas sirenas y sus ollitas de lata en las que poníamos pasto recién arrancado. Casi puedo sentir el aroma de su casa: cera roja y algo más que si volviera a oler, reconocería.

En mi fortuito egoísmo, a veces pensaba que ella solo me visitaba por mis juguetes. Su alegría al tener en sus manos a su primera Barbie de Mattel me hizo sentir culpable de haberle cortado el cabello a casi todas las mías, pero le habría dado todas mis barbies originales por su mono de felpa. Me da nostalgia recordarla parada en la puerta de mi casa, con la ropa que su madre cosía para ella, sus botines ortopédicos y su cabellera castaña mientras arrastraba al pequeño simio gris que siempre lucía asustado.



Norita se fue. Hizo amigos emos y, una vez más, me fui de cara cuando traté de volver a hablar con ella. Yo ya no le interesaba, ella solo quería saber qué carro tomar desde Rímac hasta el Parque de las Aguas. 

En inicial, Paola me enseñó a aplastar gajos de mandarina en mi botella de refresco y a probar a qué sabían mis útiles escolares. Pero Selene era un ángel y yo era tan asustadiza que me gustaba la gente así. Ella era cinco centímetros más alta que yo y sus pestañas eran tan largas que ensombrecían sus ojos rasgados. 

Esperaba verla al año siguiente para hacer promoción juntas con nuestros vestidos cremas y nuestras tazas llenas de chocolate, pero no volvió para entonces. El año pasado vi a su abuela en un microbús, idéntica a cómo la dejé hace quince años y tres meses. Quise acercarme, pero no tuve un buen presentimiento, sentí que no se acordaba de mí.

Al año siguiente, Gianella se convirtió en mi siguiente 'mejor amiga'. Su madre era peluquera, mas no le tenía paciencia a sus rulos, que colgaban de su cabeza como cordones de teléfono. Aquel año tuve muchas amigas, más amigas juntas que nunca. No creo que vuelva a pasar.

En primaria me topé con una niña físicamente parecida a mí. Al menos eso decían, y espero que haya sido lo único con lo que nos identificaran a ambas. No sé por qué me acerqué a ella, eso de hacer amigos basándote en cuán cerca viven de tu casa es un craso error. Hija manipuladora, estudiante vengativa, niña rica con ataques esporádicos de generosidad y actual chica con mentalidad televisiva, no fue buena para mí en lo absoluto.

Su engreimiento y petulancia fueron demasiado. Buscaba sacarme celos encontrando nuevas favoritas cada año, mandándome a segundo plano, sin perder la costumbre de pasar por mi casa en el auto de su papá para ponerse al día en todos los cursos. Terminó peleándose con todas ellas, y yo ya estaba bien lejos. No querida estúpida, yo estoy en San Marcos y tú vendes Herbalife. Adivinen quién le mandó la solicitud de Facebook a quién.

Conocí a Anell en tercero. Tímida y dócil, entendía mis disparates con una sonrisa, aunque ella era una niña cuerda, y más conservadora. Hoy tiene tres carreras técnicas y el cabello verde, y sigue tan dulce como siempre. 

Secundaria fue mi despegue social, si se le puede llamar así. Nada radical. No bailé en el Boulevard de El Retablo, pero amplié mi mundillo. Aprendí a soltar mi risa, a discutir, a ironizar y a levantar mi ceja izquierda. Y volví a conocer a un familiar.

Rosi es de mi edad, sin embargo es mi tía. Toda la primaria estuvimos separadas por el alfabeto: yo, en el aula A; ella, en el B. Pero ante el masivo éxodo de alumnos hacia un colegio de la competencia y con la excusa de fomentar el compañerismo, nos reunieron a todos. 

Dibujábamos caricaturas de los profesores y de nuestra familia, cosas que jamás saldrán a la luz porque nos botarían a ambas de nuestras casas; comimos galletas de avena rancias del fondo de su mochila lavada, ganamos concursos juntas, me alentó a salir con un muchacho y me animó cuando él huyó. Rosa es linda, tranquila, un poco de su apatía murió conmigo y en un momento las palabras dejaron de sernos útiles porque explotábamos de risa con solo mirarnos. Casi nos botan del salón una vez por eso.

Ahora Mel, con su paciencia y sus ojos adormilados me ha revivido más veces de las que puedo contar. Dice que conmigo puede hablar con libertad y quiere que el nombre de su bebé un día sea igual al mío. Es una excepción a mi regla de amistad por distancia geográfica, porque vive cerca, pero a ella la quiero muchísimo.