Desvaríos ligeros y otros más profundos

20 de noviembre de 2012

Esta constante metamorfosis

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¿Cuántos? Diecisiete, por ahora. Algún día me miraré al espejo y no luciré igual, algún día tendré cincuenta años, las arrugas ya serán notorias en mi rostro (y espero que ligeramente), no me habré arrepentido de nada y seré feliz, tan feliz o quizá más de lo que soy ahora. No me gusta aferrarme a cosas pasajeras y por ello en estos días he pensado mucho en las frivolidades en las que he caído últimamente: mi propia apariencia y la opinión de los demás. Quien te diga que no le importa lo que digan los demás sobre él, miente. Miente descaradamente porque siempre hará cosas para mostrarse independiente y libre, pero lo que en realidad hace -creo yo- es demostrarles a los demás hasta dónde puede llegar. 

Bien, sí me importa lo que piensen los demás de mí, no al punto de dejar que los demás guíen mis acciones -¡gracias por afianzar mi voluntad, papá!-, pero vivimos en sociedad, ¿no? Alguien te da de comer, alguien te quiere, alguien vive al lado de tu casa, y así el estado inminente sea el de guerra, has de tener una mínima consideración con ellos. Y ellos, deberían tenerla contigo porque, para bien o para mal, estamos rodeados de gente, aunque a veces nos sintamos muy solos.

El punto es que, desde pequeña, traté de destacar, no sé si por mi carácter o para probarme algo que aún no logro comprender, pero hacer las cosas me hacía sentir completa, le daba sentido a mi vida. Lo que quisiera hacer, lo hacía y lo hacía bien, y creo que así es como mi perfeccionismo me permitió lograr mucho. Esta misma característica mía, ya en crisis -una etapa de mi vida ya superada- fue la que me privó de darme la oportunidad de equivocarme. "Tú crees que no te puedes equivocar, pero no es así. Todos nos equivocamos", "Te exiges mucho a ti misma y no eres así con los demás", "Anda, tú nunca pierdes, lechera"... ahora que lo pienso bien, le tenía pavor a equivocarme, y los demás no me ayudaron mucho, sino ya casi al final. Cuando ya hube salido de ese momento, era distinta a lo que solía ser. Me sentí mejor, pero, otros fantasmas aparecieron revoloteando de nuevo. Pese a cómo solía ser, para mí lo más importante era el corazón de una persona y eso se aplicaba también conmigo: quería tener un bello corazón. No me interesaba ser la más bonita, ni la más flaca: quería que la gente me estimara por algo más sublime que percibieran en mí. 

En los últimos tiempos mi pensamiento, ahogado por las ideas propias de mi edad, fue virando hacia el abismo acartonado. Ese abismo propio de la gente irritable que solo sabía observar con los ojos porque no tienen corazón. "Maldita sea, me estoy volviendo una idiota". ¿A dónde se había ido mi yo sensible?, ¿a dónde habían ido a parar mis valoraciones sobre la gente que valía la pena?, ¿por qué estaba tan ensimismada en mi apariencia? El cambio había sido solapado, pero, por fortuna, siento que me di cuenta a tiempo y lo estoy combatiendo, y ahí sigo.

"Lo esencial es invisible a los ojos"- Antoine de Saint-Exupéry

Voy por comida, adiós.