Desvaríos ligeros y otros más profundos

29 de marzo de 2015

Oreo

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Hay días en que mi cuerpo se muestra ligeramente diferente. En otros, mi entrepierna huele a galletas Oreo. No sé si reír, llorar o si comerme.

18 de marzo de 2015

Amiga mía

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No tengo muchos amigos y no me quejo. Cuando comienzas a descubrirte como un individuo en una sociedad notas que, además del rol que cada uno de nosotros cumple, las personas somos más que seres utilitarios (aunque suene horrible), y que nuestras vidas emocionales no son cosa de juego.

Amigas... ellas merecen un apartado. He oído de todo sobre las mujeres que tienen más amigos hombres que de su mismo sexo, así como también he sabido de dichos solamente atribuibles a personalidades anónimas de Internet que pregonan que si no tienes una amiga 'puta', probablemente tú lo seas, entre otras imbecilidades. Por una parte, si tuviera una amiga de vida disipada no la llamaría puta porque una amistad requiere cariño y mi cariño no etiqueta, ni rebaja; por otra parte, esto es lo complejo de tener una amiga: la delgada línea entre el amor y el odio, esa que destruye vínculos en cuanto se cruza.

Cuando pienso en mi primera amiga, el primer nombre que viene a mi mente es el de Nora, una vecina mía que hace mucho se mudó. Su madre se llama Rebeca, recuerdo esto porque mi compañera no hablaba claro y la llamaba 'Babeca'. El papá de Nora era profesor en ese entonces, pero los fines de semana ganaba algunos soles adicionales como zapatero en un mercado local. 

Lo que más me gustaba de su amistad era su nobleza. Aunque parezca típico, no todos los niños de 4 años son así. Los hay perversos, odiosos y engreídos. Nora no era nada de eso. Me prestaba sus muñecas sirenas y sus ollitas de lata en las que poníamos pasto recién arrancado. Casi puedo sentir el aroma de su casa: cera roja y algo más que si volviera a oler, reconocería.

En mi fortuito egoísmo, a veces pensaba que ella solo me visitaba por mis juguetes. Su alegría al tener en sus manos a su primera Barbie de Mattel me hizo sentir culpable de haberle cortado el cabello a casi todas las mías, pero le habría dado todas mis barbies originales por su mono de felpa. Me da nostalgia recordarla parada en la puerta de mi casa, con la ropa que su madre cosía para ella, sus botines ortopédicos y su cabellera castaña mientras arrastraba al pequeño simio gris que siempre lucía asustado.



Norita se fue. Hizo amigos emos y, una vez más, me fui de cara cuando traté de volver a hablar con ella. Yo ya no le interesaba, ella solo quería saber qué carro tomar desde Rímac hasta el Parque de las Aguas. 

En inicial, Paola me enseñó a aplastar gajos de mandarina en mi botella de refresco y a probar a qué sabían mis útiles escolares. Pero Selene era un ángel y yo era tan asustadiza que me gustaba la gente así. Ella era cinco centímetros más alta que yo y sus pestañas eran tan largas que ensombrecían sus ojos rasgados. 

Esperaba verla al año siguiente para hacer promoción juntas con nuestros vestidos cremas y nuestras tazas llenas de chocolate, pero no volvió para entonces. El año pasado vi a su abuela en un microbús, idéntica a cómo la dejé hace quince años y tres meses. Quise acercarme, pero no tuve un buen presentimiento, sentí que no se acordaba de mí.

Al año siguiente, Gianella se convirtió en mi siguiente 'mejor amiga'. Su madre era peluquera, mas no le tenía paciencia a sus rulos, que colgaban de su cabeza como cordones de teléfono. Aquel año tuve muchas amigas, más amigas juntas que nunca. No creo que vuelva a pasar.

En primaria me topé con una niña físicamente parecida a mí. Al menos eso decían, y espero que haya sido lo único con lo que nos identificaran a ambas. No sé por qué me acerqué a ella, eso de hacer amigos basándote en cuán cerca viven de tu casa es un craso error. Hija manipuladora, estudiante vengativa, niña rica con ataques esporádicos de generosidad y actual chica con mentalidad televisiva, no fue buena para mí en lo absoluto.

Su engreimiento y petulancia fueron demasiado. Buscaba sacarme celos encontrando nuevas favoritas cada año, mandándome a segundo plano, sin perder la costumbre de pasar por mi casa en el auto de su papá para ponerse al día en todos los cursos. Terminó peleándose con todas ellas, y yo ya estaba bien lejos. No querida estúpida, yo estoy en San Marcos y tú vendes Herbalife. Adivinen quién le mandó la solicitud de Facebook a quién.

Conocí a Anell en tercero. Tímida y dócil, entendía mis disparates con una sonrisa, aunque ella era una niña cuerda, y más conservadora. Hoy tiene tres carreras técnicas y el cabello verde, y sigue tan dulce como siempre. 

Secundaria fue mi despegue social, si se le puede llamar así. Nada radical. No bailé en el Boulevard de El Retablo, pero amplié mi mundillo. Aprendí a soltar mi risa, a discutir, a ironizar y a levantar mi ceja izquierda. Y volví a conocer a un familiar.

Rosi es de mi edad, sin embargo es mi tía. Toda la primaria estuvimos separadas por el alfabeto: yo, en el aula A; ella, en el B. Pero ante el masivo éxodo de alumnos hacia un colegio de la competencia y con la excusa de fomentar el compañerismo, nos reunieron a todos. 

Dibujábamos caricaturas de los profesores y de nuestra familia, cosas que jamás saldrán a la luz porque nos botarían a ambas de nuestras casas; comimos galletas de avena rancias del fondo de su mochila lavada, ganamos concursos juntas, me alentó a salir con un muchacho y me animó cuando él huyó. Rosa es linda, tranquila, un poco de su apatía murió conmigo y en un momento las palabras dejaron de sernos útiles porque explotábamos de risa con solo mirarnos. Casi nos botan del salón una vez por eso.

Ahora Mel, con su paciencia y sus ojos adormilados me ha revivido más veces de las que puedo contar. Dice que conmigo puede hablar con libertad y quiere que el nombre de su bebé un día sea igual al mío. Es una excepción a mi regla de amistad por distancia geográfica, porque vive cerca, pero a ella la quiero muchísimo. 


13 de marzo de 2015

Otra realidad

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Tengo los ojos abiertos de par en par. Sin saber por qué, estoy despierta y de pie. La habitación comienza a cobrar un matiz grisáceo, opaco como el reverso de un espejo. No ha pasado más de un minuto y ya me siento cinco años mayor. Qué pesado es todo, ya no camino, me arrastro lentamente hacia adelante, pero algo más fuerte que yo me jala hacia el suelo. Es como intentar deslizarse sobre una esponja áspera en cuya superficie se forman sinuosas arrugas a medida que quiero acercarme a la mesa. Yo no tengo una mesa en mi cuarto. Este no es mi cuarto. Esta no soy yo, y si lo soy en realidad, ¿dónde estoy?



Los últimos vestigios del azul amoratado de la madrugada se van desvaneciendo en un parpadeo, uno laso, por supuesto, digno de este mundo en que hasta la sinapsis se vuelve lenta. Allí estaba de nuevo todo. El gran tablero de ajedrez distorsionado baila frente a mí, estirándose, girando y alejándose hasta dejarme a solas con mi más recurrente visión. De pronto, el escenario de ese acto surreal se vuelve familiar para mí. Otra vez nos encontramos.



Un fondo plomo salpicado de circunferencias delgadas y puntos de dimensiones variadas, rojo y negro, una imagen que se amplía como una chispa que incendia una hoja de papel desde el centro del mismo. Dirijo los ojos hacia arriba con los párpados cerrados. No funciona, esa realidad permanece inquieta. No estoy en ningún otro lugar, en realidad estoy dentro de mí.



Me fuerzo a cruzar, esta vez no iba a huir despertándome, en caso estuviera dormida, claro. Ahora el universo es sepia, mucha madera, muchos diarios, muchas letras. Un escritorio apolillado en medio de una habitación de dos por dos soporta algunos libros y un delicado stiletto rojo, que es lo único que exhala vida allí, ni siquiera yo.



Parece la oficina de algún periodista o forense. No hay gabardinas ni armas, tampoco guantes ni lapiceros, pero sí distingo un teléfono de disco negro. Mis ojos se cierran, sin embargo aún no sé por qué estoy allí. Espero descubrirlo la próxima vez.

7 de marzo de 2015

Ustedes sí, yo no

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Si tengo algo de culpa, no voy a quedar impune. Tú sí, él sí, ella sí, ellos también. Yo no. El ácido de mi estómago pugna por trepar a través de mi esófago hasta mi boca para escupírtelo cuando te enojas conmigo, cuando solo importa tu reacción. Apostaría que si yo fuera alguien más pedirías disculpas, lo lamentarías, sin embargo tienes la suerte de estar frente a una estúpida que sabe entender –o al menos lo intenta-, y a la que no quieren comprender. Cuando tu molestia hinca, cuando tu mal día cae sobre mí, cuando mi error es un billón de veces peor que el tuyo, vas a torturarme en silencio, huyendo y volviendo para recordarme lo mala que puedo ser, aunque  no lo haya sido. ¿Recuerdas?, ¿recuerdas cómo te habló? No fue nada, ¿verdad? No fue nada porque yo soy peor. Semanas y semanas sin mirarme, a tu agresor lo abrazaste diez minutos después. Tienes suerte. Tienes la suerte de no verme.

Van a perdonar traiciones, golpes, mentiras y bajezas, pero no van a aceptar mis razones. Hagan sus balances, sumas y restas. Les voy a faltar, seres. Compadezco sus imbecilidades. Con amor, jódanse. 


Matrícula

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El calor me despertó como de costumbre. Desde hace varios días sabía que tendría este lunes para dedicarme a mí, o en otras palabras, desparramarme sobre un sofá a leer o a ver algo en la tele. Lo único que hubiera cambiado esta escena de desperdicio juvenil habría sido un repentino ataque de sed o una llamada de mi tía para hacer algo. 

Absolutamente nada más estaba entre mis planes, hasta que caí en cuenta de que las vacantes podrían acabarse en cuestión de horas, que mi pereza matinal al día siguiente iba a impedir que saliera de mi cama antes de las 9 y que nunca iba a poder graduarme. Catastrofista total. Estómago lleno, pasaje en el bolsillo, desodorante aplicado y un reluciente par de aretes nuevos. Ya estaba en marcha.

En la cúster, una niña jugaba con quien parecía ser su padre. De haber subido tres paraderos antes los habría visto performar. Él, rollizo y sudoroso, se carcajeaba y la lágrima tatuada bajo su ojo izquierdo parecía más irónica aún. Ambos sentados, daban palmadas y se tocaban las frentes mutuamente. De tanto en tanto, ella se acercaba a besar la mejilla de su papá, como si quisiera borrar ese estigma de tinta. El espectáculo no me era ajeno, era divertido observarlos. 'Se ríiiiiie la señorita', dijo el hombre y miró al resto de pasajeros mientras se incorporaba para retirarse con su hija.

Ahora mi compañera era la música. Esa ruta es imposible sin ella. La tarde de marzo parecía una de junio, el fulgor naranja del horizonte se había transformado en un borrón de lápiz en el cielo y el viento había secuestrado las nubes. Me arrepentí de no haber tomado esa casaca que estuvo frente a mis ojos mientras me abrochaba el sostén, pero al menos había salido en zapatillas y no en sandalias. Hice bien, me esperaba una larga noche.

Calculé que estaría allá en setenta minutos... me tomó noventa. Me reprochaba a mí misma mi mala e inocente creencia de que las situaciones me van a ser favorables. Conmigo nunca ha funcionado el 'con las justas', mis golpes de suerte no son tan cronometrados, el azar quiere hacer que siga siendo responsable. Mi bus no aparece enseguida cuando aguardo por uno, y estoy segura de que si faltara un día a clases, tomarían un examen irrecuperable. Y si me puede ir mal, tengan por seguro que me va a ir peor.

Esa era la mejor manera de la vida de decirme que debí matricularme el jueves anterior, que fue imperioso que saliera en la mañana para no tener que hacer una cola de al menos 300 personas desde el segundo nivel del local. Me latían los talones e iba sintiendo el viento cada vez más frío a medida que avanzaba.

'Me estoy perdiendo la final de mi programa por tu culpa', le reprochaba una señora de delineador negro corrido a su hijo. 'Tú quisiste venir', replicó el muchacho, entre aburrido y avergonzado. Venían desde Villa El Salvador, se iban a regresar juntos. Por mi parte, yo tenía que volver al otro extremo de Lima sola. Eran las ocho y media. Y no tenía la certeza de a qué hora iba a salir de allí.

Había subido una escalera y después de casi una hora estaba bajando otra. Comencé a sentir hambre, el elástico del sujetador resentía a mi vértebra y mi cabeza era una olla a presión. 'Ánimos, respirarás aire con monóxido de carbono que se adherirá fuertemente a tus glóbulos rojos causándote hipoxia leve, que ante la sobrexposición ocasionará cefalea... alias, dolor de cabeza', gracias, brother, me ayudas bastante. Me quería morir, pero no allí.

Para ese entonces estaba ya en el dintel de otro portón. Mis poros se estremecían, mi cabello se golpeaba contra mi cara y la batería del mp4 se reducía. 'Que se me apague el celular, pero esta cosa no'. Apagué el pequeño aparato azul, pero me dejé los audífonos puestos. Nos dieron café híper dulce, pero la frazada que pedí mentalmente nunca llegó. 'Las clases diarias empiezan pasado mañana', repetían mecánicamente los vigilantes para disuadir a la gente de matricularse ese día. No iba a pasar. El tiempo vale.

La mirada de la señora que estaba detrás de mí había cambiado, ahora bromeaba con su 'bebé': un universitario de metro ochenta y voz profunda. Por cinco segundos deseé haber tenido a alguien a mi lado para que me alcanzara una casaca y mientras regresaba a mi realidad sin alegría ni pena, la voz zalamera de la mujer me interrumpió: 'Si tienes frío, puedes abrazar a mi hijo. Él siempre para tibio'. El café había añadido una sonrisa extra a mi marcador de aquel día y se la entregué a ella. 'Ya casi entramos, señora'. Eran las diez y diez.

Veinticinco minutos después estaba frente a la cajera. 'Sí, el mismo horario'.
- Eres buena.
- ¿Disculpe?- Estaba entretenida zapateando sobre el parqué, quería estirarme.
- Eres buena en esto.
- Jaja, así parece.- Mi campo visual se redujo: mis mejillas se habían hinchado tanto que tapaban mis ojos, entre avergonzada y orgullosa por el 94 del ciclo pasado.

Conversé con la chica mientras me registraba y bromeamos un rato. 'Gracias', ¡bien!, ¡bien! Ya podía irme. Mi alivio se mezclaba con hastío y ese paradero lucía negro, desolado. Me gustaría saber bien qué caras hago en momentos así. La única humana allí era yo, de nuevo. Menos mal apareció el carro y con él, mi golpe de suerte: un solo asiento libre, así que era mío, yo había aguardado por él. Me senté y perdí la noción del tiempo.

El camino no acababa allí. Tenía otro auto por abordar, diez minutos más hasta mi casa y dos adicionales hasta mi cama. Cuando por fin estuve cerca de mi hogar, distinguí a una cuadra la silueta de mi papá y la de mi perro. Yo sé que no estoy sola ni siquiera cuando estoy sola. Preparamos mi cena: huevos revueltos con jamón, pan integral y mate de coca. Ya no tenía fuerzas para otra ducha. Al menos en unas horas no tendría clases aún.

Cuando tenga mi propio espacio quiero un perro que se parezca a Rex.

1 de marzo de 2015

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- ¿A dónde vas, perro?

Y Lippi siempre estuvo durmiendo a mis pies.