Desvaríos ligeros y otros más profundos

23 de noviembre de 2013

Un pez horrible en el fondo del mar

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Siento los músculos contracturados y que la tecnología nos absorbe a todos. A veces envidio a mi tía, a ella le van y le vienen las computadoras, en cambio yo, tengo fotoportadas por hacer. Y me revienta. No el proyecto, está bueno, en realidad, pero por estas que estoy haciendo nadie va a dar un real. Mi papá necesitaba usar la computadora buena y yo estoy a la deriva con esta, que debería ser un instrumento de tortura para tecnómanos: ¡es inmanejable!
Y acá, sentada, pienso en lo harta que estoy de chatear y de las redes sociales, aunque de vez en cuando me divierto en ellas, me llega altamente tener que escribir sin que me salga ese callo redondeado en el dedo medio de tanto apretar el lapicero... es un escribir casi vacío, porque terminas hablando sandeces que sonarían mejor si salieran de tu boca y no de un teclado hecho en Taiwán. Me gustan los matices de las voces, ¿pero a quién mierda le importa lo que me gusta a mí? Ojalá hubiera nacido en otra época, en la que las cartas escritas hubieran sido el único recurso, como para esmerarse elaborándolas. Bueno, hay gente que se esmera escribiendo e-mails -lo he hecho-, SMSs -yala- y mensajes instantáneos -también, también-, pero estos se borran tan pronto eliminas la conversación. Nostalgia le llaman, nostalgia de leer letras pasadas, nostalgia de recordar cosas que no viví.
Váyanse al fondo de un hoyo y no hablen con nadie, hace bien de tanto en tanto, porque tu cabeza está expuesta a miles de estímulos todo el tiempo: el vecino bullero, tu canción, tu hermanito que llora, el calor que te hace hervir la sangre que crees escuchar. Eso altera. Quiero ser un pez horrible para que nadie me pesque mientras vivo en las aguas heladas y profundas. Quiero irme.