Desvaríos ligeros y otros más profundos

7 de marzo de 2015

Ustedes sí, yo no

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Si tengo algo de culpa, no voy a quedar impune. Tú sí, él sí, ella sí, ellos también. Yo no. El ácido de mi estómago pugna por trepar a través de mi esófago hasta mi boca para escupírtelo cuando te enojas conmigo, cuando solo importa tu reacción. Apostaría que si yo fuera alguien más pedirías disculpas, lo lamentarías, sin embargo tienes la suerte de estar frente a una estúpida que sabe entender –o al menos lo intenta-, y a la que no quieren comprender. Cuando tu molestia hinca, cuando tu mal día cae sobre mí, cuando mi error es un billón de veces peor que el tuyo, vas a torturarme en silencio, huyendo y volviendo para recordarme lo mala que puedo ser, aunque  no lo haya sido. ¿Recuerdas?, ¿recuerdas cómo te habló? No fue nada, ¿verdad? No fue nada porque yo soy peor. Semanas y semanas sin mirarme, a tu agresor lo abrazaste diez minutos después. Tienes suerte. Tienes la suerte de no verme.

Van a perdonar traiciones, golpes, mentiras y bajezas, pero no van a aceptar mis razones. Hagan sus balances, sumas y restas. Les voy a faltar, seres. Compadezco sus imbecilidades. Con amor, jódanse. 


Matrícula

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El calor me despertó como de costumbre. Desde hace varios días sabía que tendría este lunes para dedicarme a mí, o en otras palabras, desparramarme sobre un sofá a leer o a ver algo en la tele. Lo único que hubiera cambiado esta escena de desperdicio juvenil habría sido un repentino ataque de sed o una llamada de mi tía para hacer algo. 

Absolutamente nada más estaba entre mis planes, hasta que caí en cuenta de que las vacantes podrían acabarse en cuestión de horas, que mi pereza matinal al día siguiente iba a impedir que saliera de mi cama antes de las 9 y que nunca iba a poder graduarme. Catastrofista total. Estómago lleno, pasaje en el bolsillo, desodorante aplicado y un reluciente par de aretes nuevos. Ya estaba en marcha.

En la cúster, una niña jugaba con quien parecía ser su padre. De haber subido tres paraderos antes los habría visto performar. Él, rollizo y sudoroso, se carcajeaba y la lágrima tatuada bajo su ojo izquierdo parecía más irónica aún. Ambos sentados, daban palmadas y se tocaban las frentes mutuamente. De tanto en tanto, ella se acercaba a besar la mejilla de su papá, como si quisiera borrar ese estigma de tinta. El espectáculo no me era ajeno, era divertido observarlos. 'Se ríiiiiie la señorita', dijo el hombre y miró al resto de pasajeros mientras se incorporaba para retirarse con su hija.

Ahora mi compañera era la música. Esa ruta es imposible sin ella. La tarde de marzo parecía una de junio, el fulgor naranja del horizonte se había transformado en un borrón de lápiz en el cielo y el viento había secuestrado las nubes. Me arrepentí de no haber tomado esa casaca que estuvo frente a mis ojos mientras me abrochaba el sostén, pero al menos había salido en zapatillas y no en sandalias. Hice bien, me esperaba una larga noche.

Calculé que estaría allá en setenta minutos... me tomó noventa. Me reprochaba a mí misma mi mala e inocente creencia de que las situaciones me van a ser favorables. Conmigo nunca ha funcionado el 'con las justas', mis golpes de suerte no son tan cronometrados, el azar quiere hacer que siga siendo responsable. Mi bus no aparece enseguida cuando aguardo por uno, y estoy segura de que si faltara un día a clases, tomarían un examen irrecuperable. Y si me puede ir mal, tengan por seguro que me va a ir peor.

Esa era la mejor manera de la vida de decirme que debí matricularme el jueves anterior, que fue imperioso que saliera en la mañana para no tener que hacer una cola de al menos 300 personas desde el segundo nivel del local. Me latían los talones e iba sintiendo el viento cada vez más frío a medida que avanzaba.

'Me estoy perdiendo la final de mi programa por tu culpa', le reprochaba una señora de delineador negro corrido a su hijo. 'Tú quisiste venir', replicó el muchacho, entre aburrido y avergonzado. Venían desde Villa El Salvador, se iban a regresar juntos. Por mi parte, yo tenía que volver al otro extremo de Lima sola. Eran las ocho y media. Y no tenía la certeza de a qué hora iba a salir de allí.

Había subido una escalera y después de casi una hora estaba bajando otra. Comencé a sentir hambre, el elástico del sujetador resentía a mi vértebra y mi cabeza era una olla a presión. 'Ánimos, respirarás aire con monóxido de carbono que se adherirá fuertemente a tus glóbulos rojos causándote hipoxia leve, que ante la sobrexposición ocasionará cefalea... alias, dolor de cabeza', gracias, brother, me ayudas bastante. Me quería morir, pero no allí.

Para ese entonces estaba ya en el dintel de otro portón. Mis poros se estremecían, mi cabello se golpeaba contra mi cara y la batería del mp4 se reducía. 'Que se me apague el celular, pero esta cosa no'. Apagué el pequeño aparato azul, pero me dejé los audífonos puestos. Nos dieron café híper dulce, pero la frazada que pedí mentalmente nunca llegó. 'Las clases diarias empiezan pasado mañana', repetían mecánicamente los vigilantes para disuadir a la gente de matricularse ese día. No iba a pasar. El tiempo vale.

La mirada de la señora que estaba detrás de mí había cambiado, ahora bromeaba con su 'bebé': un universitario de metro ochenta y voz profunda. Por cinco segundos deseé haber tenido a alguien a mi lado para que me alcanzara una casaca y mientras regresaba a mi realidad sin alegría ni pena, la voz zalamera de la mujer me interrumpió: 'Si tienes frío, puedes abrazar a mi hijo. Él siempre para tibio'. El café había añadido una sonrisa extra a mi marcador de aquel día y se la entregué a ella. 'Ya casi entramos, señora'. Eran las diez y diez.

Veinticinco minutos después estaba frente a la cajera. 'Sí, el mismo horario'.
- Eres buena.
- ¿Disculpe?- Estaba entretenida zapateando sobre el parqué, quería estirarme.
- Eres buena en esto.
- Jaja, así parece.- Mi campo visual se redujo: mis mejillas se habían hinchado tanto que tapaban mis ojos, entre avergonzada y orgullosa por el 94 del ciclo pasado.

Conversé con la chica mientras me registraba y bromeamos un rato. 'Gracias', ¡bien!, ¡bien! Ya podía irme. Mi alivio se mezclaba con hastío y ese paradero lucía negro, desolado. Me gustaría saber bien qué caras hago en momentos así. La única humana allí era yo, de nuevo. Menos mal apareció el carro y con él, mi golpe de suerte: un solo asiento libre, así que era mío, yo había aguardado por él. Me senté y perdí la noción del tiempo.

El camino no acababa allí. Tenía otro auto por abordar, diez minutos más hasta mi casa y dos adicionales hasta mi cama. Cuando por fin estuve cerca de mi hogar, distinguí a una cuadra la silueta de mi papá y la de mi perro. Yo sé que no estoy sola ni siquiera cuando estoy sola. Preparamos mi cena: huevos revueltos con jamón, pan integral y mate de coca. Ya no tenía fuerzas para otra ducha. Al menos en unas horas no tendría clases aún.

Cuando tenga mi propio espacio quiero un perro que se parezca a Rex.